lunes, 30 de junio de 2014

El país de las mil derrotas





Ahí está, otra vez, la futbolística herida que resuena en las paredes de lo ridículo, de lo inverosímil, de lo injusto, de lo amargo. Seis son los caminos al infierno; México, atado a su deporte favorito, los conoce de memoria. Bastaron cinco minutos para que los fantasmas regresaran, sarcásticos e impunes, a recordarnos que somos el país de las mil derrotas. Jugamos como nunca, también perdimos como nunca, pues la película ya vista tiene otros matices, otras formas de asombrar y ensartar, quién sabe cómo, una estocada al ánimo hinchado por las televisoras y, sin embargo, tan acogido y necesario para un país que le gusta revolcarse en su propia podredumbre.

Celebramos con violenta exageración triunfos en la columna de la Victoria, el Ángel que no es ángel y que se ha cansado de mirar hacia la vieja Tenochtitlan, cansado de ver cómo cae, cómo marcha, cómo grita, cómo ofende y cómo pierde. Corona los triunfos, llora las derrotas, abraza las inconformidades, juega solitaria un ajedrez rebelde que se olvida de sí mismo en los momentos más pequeños, los que importan. Todo, absolutamente todo se justifica. Ella es al arquetipo que conocemos tan sólo de oídas y por eso queremos encontrarla en el futbol, estandarte de muchos, refugio de no menos, tema de todos.

Por eso la derrota contra una Naranja amordazada ofende y lastima: México tiene poquísimos ejemplos de triunfo, escasas oportunidades de mostrar su vitrina y descubrir en ella algo más que vagas y doradas olímpicas preseas, algo más que copas pequeñitas, algo más que los laureles sangrientos de derrotas dignas. La única victoria verdadera ocurrió un cinco de mayo y por eso se marca en los calendarios como si hubiera sido la que expulsó por siempre a Napoleón de tierras americanas. La Independencia fue un acuerdo de conveniencias, la Guerra de Reforma un golpe de mexicanos a mexicanos, la Revolución una confusa escalera corrupta de lucha por el poder. A Maximiliano se le derrotó hasta que el último soldado francés se hubiese embarcado rumbo a su patria violentada por la feroz Prusia. Fueron victorias insípidas, vacías, tristes. Y cuando las victorias sutiles engalanan nuestro orgullo, las dejamos pasar por irrelevantes, porque no logran unir a todo un pueblo y las empañamos de nuestra miseria, de nuestros errores, de nuestras amaruguras que adoramos enumerar.

Colocamos entonces la derrota digna como nuestro mejor retrato y por eso los once guerreros que le escupieron a Holanda en el rostro cayeron con el suyo al sol. Por eso Chapultepec es el escenario más digno de la nefasta guerra contra los Estados Unidos, por eso por los siglos de los siglos el pueblo azteca se cubre de gloria en su desesperada defensa de una ciudad intoxicada de viruela y suciedad. La risa siempre será indigna ante el llanto heroico, romántico y muchas veces rabioso que espera nuevos aires, nuevos soles. Hemos bebido demasiada esperanza. Hemos olvidado qué sigue después.

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A la sombra de la tríada de elementos que identifican a la mayoría de los mexicanos —la bandera, la Selección y la Virgen de Guadalupe—, los pseudointelectuales se congratulan. Tan románticos como quienes creyeron en los Cuartos de Final, insertan sus ideales caducos, tan parecidos en sustancia a los que ofenden que, naturalmente, los creen únicos y mejores. Ellos despreciaron a las masas que se tomaron un par de horas de felicidad pura en torno a un monumento que, pensándolo bien, duele. Ellos recalcan la miseria, la derrota, la mierda en que flotamos y hunden, restriegan con placer en la cara del despreocupado, los huesos que, bajo sus palabras, antes fueron jugosa carne. Defensores del pueblo, desprecian al pueblo que festeja; parte del pueblo, se aíslan en libros extranjeros cuando rueda el balón. “Si Zapata viviera…”, entonan, e insertan pendejada y media a la prostituidísima imagen del morelense. El México que dicen conocer, el auténtico, no es más cercano al que otros, en las cúpulas del poder, se imaginan. No lo saben, pero nadie, nadie conoce al pueblo. Nadie es tan total.

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Posiblemente la lluvia triste definió muy bien el ánimo del mexicano deportista. Qué importa, es un juego. Hay que demostrarle a México que sí se pueden romper las barreras, la mentalidad. Hay que demostrarle al mundo lo que somos. Las frases se disuelven en lágrimas, en impotencia, en gobernantes que son tan sólo el reflejo de lo que somos. No hay más. Esto somos. Somos el águila que cae. Somos el Anáhuac derrotado —digno, pero derrotado. Somos las columnas blancas que presumen la derrota en el Cerro del Chapulín. Somos la Nación derrotada por el candidato victorioso, por el ex-candidato derrotado. Somos el peón que se contenta con bloquear al otro, pretendiendo que sea la Dama del petate, el Rey del tablero universal, el Caballero de traje y cetro, quienes nos liberen del muro que décadas de pesimismo propio han vomitado frente a nosotros. Qué fácil es el camino fácil. Qué fácil es, simplemente, cerrar los ojos y dejarse llevar. Ya ni vender cara la derrota. Que eso lo hagan otros. Ya besaremos sus pies y, con suerte, estaremos en su barco.

Somos el país de las mil derrotas.

Sí, llora, llora Patria ceñida de oliva. Pero no tan sólo llores la sexta versión de una ilusión mal encaminada, no. Llora porque, y tú muy bien lo sabes, la derrota es reflejo del corazón mexicano. Llora porque Dios nos olvidó desde que el Quinto Sol pereció a los pies de Cortés. Llora, llora porque, si somos esto, no es culpa de otros, ni culpa que sane con el sacrificio a los antiguos dioses. Llora, llora porque deshonramos los valores que antes fueron frescos y hoy nos venden como leche agria, como un remedo de tiempos estúpidos. Llora, llora Patria mía. Llora porque no sabes. Llora porque —y esto sí lo sabes—, si tus hijos siguen siendo esclavos de sí mismos y no los soldados, casi espirituales, que el Cielo te dio, tu Himno será tan sólo un eco de buenos deseos. Una borrosa imagen. Nada más.

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